Sus ropas roídas, ese vestir harapiento que armoniza

con un rostro sin vida, un aliento decrépito

que emana de la carne podrida que compone su mueca enfermiza,

del hedor que desprende un cadáver famélico.


Recuerdos que arrastra, que como el hambre le van persiguiendo.

Se alimenta él de esperanza de pronto tener un empleo,

y entre suspiro y lamento, un sueño de grandeza austero, con comida sueña él, pues con comida le basta.

"Oh, dulce señora, un poco de pan deseo", y vaga y vaga por parques y calles,

y tendido en los bancos descansa, 

cuando una lágrima avanza, cae por su rostro trémulo, que el frío violento sacude con ansia.


Y ya no es visto, ya no es humano, tan solo acusado de reo,

y con la mirada gritamos, "¡culpable, falaz mendigo, sucio embustero!, 

detén este intento ruin de ser hombre honesto,

no eres más que un roñoso ratero,

una alimaña vil."


El porqué de esa conclusión desconozco,

más me sumo y aborrezco a ese ser asustado

que se arrastra sin rumbo entre burguesa inmundicia

y un cuidado césped y liso asfaltado

que sus pies abrasa.


Tan ajenos a él nos creemos,

que cerca nos ronda el miedo, 

pues es una verdad sabida por todos, 

y del ego un secreto,

que quién sabe las vueltas que daremos, y quizá sea el día,

en que el dinero mezquino y escaso, caprichoso y tacaño se marche,

y despojados de tan banales cacharros, 

acabemos pidiendo comida en el barro, sin más hogar que el duro suelo.

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